Sunday, August 21, 2005
Violencia Urbana (Cotidiana?)
Me pareció interesante publicar este artículo que intenta algunas disquisiciones acerca de la violencia, que bien pueden aplicarse a nuestra vida en grupo
Somos Agresivos Por Naturaleza?
Publicado en TERRITORIOS ciencia/futuro, EL CORREO Miércoles 27 de febrero de 2002
Parece comúnmente aceptado que el ser humano es de natural competitivo, y a menudo agresivo. De hecho, no solamente los humanos, en muchas otras especies animales, en concreto en los primates, las conductas agresivas parecen jugar un papel muy importante. Al menos esa es la visión que parece derivar del postulado darvinista de la “supervivencia del más apto”: llevado al extremo, la necesidad de perpetuarse conlleva una competición con los iguales, o incluso a la lucha entre ellos. Bajo este prisma, gran parte de las conductas se entienden como parte de un proceso competitivo: en ciertas circunstancias, la agresión queda justificada por este motivo. Amenaza o ataque serían dos conductas muy abundantes en el reino animal. En cualquier caso, es difícil definir adecuadamente una conducta agresiva.
En 1968, Meyer estableció siete categorías en las que enmarcar la misma:
1.- la defensa del territorio;
2.-la agresión predatoria, con fines alimenticios;
3.-la agresión entre machos;
4.- la inducida por el miedo, tras intentar escapar;
5.- la conducta irritable, disparada por un objeto u otro animal cercano;
6.- la agresión materna, una conducta relacionada con la protección de la prole y
7.- la instrumental
(cuando una conducta agresiva usada anteriormente resultó beneficiosa, ésta se usará de nuevo).
Como se ve, este tipo de conductas son diferentes, y de hecho se ha comprobado que en diferentes situaciones se estimulan zonas cerebrales diversas: la agresión inducida por miedo coincide con una estimulación de la amígdala cerebral y del hipotálamo lateral, mientras que la irritable invoca el hipotálamo ventromedial. Según esta visión, la agresividad serían realmente diferentes conductas, muchas de ellas aprendidas, que son procesadas y comandadas por diferentes centros nerviosos. El entorno, los diferentes estímulos capaces de disparar estas conductas, modularían la agresividad en cada individuo y en cada momento, involucrando circuitos cerebrales diferentes. Posteriormente se ha visto, sin embargo, que la clasificación anteriormente mencionada tiene un alto grado de solape: hay conductas que tanto tienen que ver con la protección del territorio como con el cuidado de la prole, por ejemplo, o a veces la competitividad entre machos no solamente es de índole reproductiva, sino que tiene que ver con el miedo. Psicólogos como Paul Brain han ido proponiendo caracterizar estas conductas a partir de su utilidad, en vez de acudir al tipo de estímulo o situación que las provoca. Así, las conductas agresivas se clasifican en autodefensa, conflicto social, ataque predatorio, defensa paterna, y terminación reproductiva (que explica las conductas animales relacionadas con el infanticidio).
Posiblemente, ambas visiones son complementarias: la conducta de competición y de agresión, compleja en si misma, varía tanto por el estímulo como por lo que se intenta conseguir con ella. En cualquier caso, esta visión, apoyada a veces en la evolución, como comentábamos, ha sido usada para apoyar, en cierto modo, la existencia de la violencia entre humanos.
En 1986, un importante grupo de psicólogos y neurólogos que forman la “Sociedad Internacional de Investigación sobre Agresiones” firmó el llamado Manifiesto de Sevilla sobre la violencia. En él se alertaba del mal uso que las teorías científicas sobre la conducta pueden tener para justificar ideologías racistas, xenófobas o colonialistas. Las conductas violentas tienen una base genética, pero ello no significa en ningún caso que estemos preprogramados para ser agresivos. “Salvo en algunas raras patologías”, afirmaban, “los genes no producen individuos necesariamente predispuestos a la violencia. Ni tampoco determinan lo contrario”. Concluían diciendo: “la biología no condena a la humanidad a la guerra”. Recientes estudios parecen confirmar esta visión menos negativa de los humanos (y de otros animales). Se ha presentado recientemente un amplio estudio dirigido por el antropólogo Robert W. Sussman, de la Universidad Washington en San Luis (Missouri, EEUU) en el que por un lado se ha analizado la bibliografía sobre la conducta agresiva de los primates, y además se han llevado a cabo amplios programa de observación conductual de diferentes especies. Su conclusión es clara: la conducta agresiva es cerca de cien veces menos frecuente que las conductas sociales cooperativas. Ponen de manifiesto que en todas las especies, desde los lémures (los primates más primitivos) a los chimpancés, “menos del 10% de su tiempo y normalmente incluso menos del 5% se emplea en conductas que podríamos llamar sociales”, afirma Sussman. Estas conductas incluyen tocarse, luchar, acariciarse... Gran parte del tiempo se emplea realmente en conductas de mantenimiento, como alimentarse o viajar en busca de comida. Sólo una pequeña parte de esas conductas sociales incluyen comportamientos que podríamos clasificar como agresivos. Los investigadores hacen notar que, incluso en el caso de los babuinos, considerados generalmente los primates más agresivos, gran parte de las conductas sociales tienden a la cooperación y al mantenimiento de los lazos familiares y sociales. Además, estos autores hacen notar que a menudo se han calificado de conductas agresivas algunas que realmente no lo eran: el contacto físico resulta fundamental entre los primates para mantener los vínculos sociales. Ese contacto puede ser una palmada o un empujón, pero estudiando el contexto de cada conducta se puede concluir que no suponen agresiones. Dice Sussman: “la agresión puede ser sencillamente un subproducto de ser social, no el motor que nos permite organizar nuestra vida social”.( a Dios gracias!!!) De esta manera, la supervivencia de la especie, más que invocar a la lucha entre iguales, en los primates (y dentro de ellos nosotros los Homo sapiens), proporciona mecanismos de cemento social en los que la violencia no es en absoluto una necesidad. Al menos, no siempre. ¿Cuestión De Sexo? Si popularmente nos consideramos una especie violenta, no menos popular es la creencia de que el hombre es más violento que la mujer. David Adams, en su libro “Sobre ratones y mujeres: aspectos de la agresión a las mujeres” (1991, Academic Press) refuta esta visión: por un lado hay que separar violencia individual de institucional. En el caso del individuo realmente no hay diferencia en agresividad, como tampoco existe en otras especies animales esa pretendida mayor agresividad del macho frente a la hembra. En numerosos estudios se ha comprobado que ambos géneros son igualmente violentos, aunque la demostración de la agresividad varía, por características físicas tanto como por los papeles culturalmente asumidos. Achacar, por lo tanto, a la testosterona de los machos la violencia de las guerras es injusto, pero además oculta el factor de fondo: la jerarquización de la sociedad y las diferencias de género que han ido derivando en la historia humana. Una vez más, achacar a la biología estas cuestiones de derechos humanos resulta doblemente injusto, al permitir justificar estas agresiones y al impedir políticas que las impidan.
El editor
Somos Agresivos Por Naturaleza?
Publicado en TERRITORIOS ciencia/futuro, EL CORREO Miércoles 27 de febrero de 2002
Parece comúnmente aceptado que el ser humano es de natural competitivo, y a menudo agresivo. De hecho, no solamente los humanos, en muchas otras especies animales, en concreto en los primates, las conductas agresivas parecen jugar un papel muy importante. Al menos esa es la visión que parece derivar del postulado darvinista de la “supervivencia del más apto”: llevado al extremo, la necesidad de perpetuarse conlleva una competición con los iguales, o incluso a la lucha entre ellos. Bajo este prisma, gran parte de las conductas se entienden como parte de un proceso competitivo: en ciertas circunstancias, la agresión queda justificada por este motivo. Amenaza o ataque serían dos conductas muy abundantes en el reino animal. En cualquier caso, es difícil definir adecuadamente una conducta agresiva.
En 1968, Meyer estableció siete categorías en las que enmarcar la misma:
1.- la defensa del territorio;
2.-la agresión predatoria, con fines alimenticios;
3.-la agresión entre machos;
4.- la inducida por el miedo, tras intentar escapar;
5.- la conducta irritable, disparada por un objeto u otro animal cercano;
6.- la agresión materna, una conducta relacionada con la protección de la prole y
7.- la instrumental
(cuando una conducta agresiva usada anteriormente resultó beneficiosa, ésta se usará de nuevo).
Como se ve, este tipo de conductas son diferentes, y de hecho se ha comprobado que en diferentes situaciones se estimulan zonas cerebrales diversas: la agresión inducida por miedo coincide con una estimulación de la amígdala cerebral y del hipotálamo lateral, mientras que la irritable invoca el hipotálamo ventromedial. Según esta visión, la agresividad serían realmente diferentes conductas, muchas de ellas aprendidas, que son procesadas y comandadas por diferentes centros nerviosos. El entorno, los diferentes estímulos capaces de disparar estas conductas, modularían la agresividad en cada individuo y en cada momento, involucrando circuitos cerebrales diferentes. Posteriormente se ha visto, sin embargo, que la clasificación anteriormente mencionada tiene un alto grado de solape: hay conductas que tanto tienen que ver con la protección del territorio como con el cuidado de la prole, por ejemplo, o a veces la competitividad entre machos no solamente es de índole reproductiva, sino que tiene que ver con el miedo. Psicólogos como Paul Brain han ido proponiendo caracterizar estas conductas a partir de su utilidad, en vez de acudir al tipo de estímulo o situación que las provoca. Así, las conductas agresivas se clasifican en autodefensa, conflicto social, ataque predatorio, defensa paterna, y terminación reproductiva (que explica las conductas animales relacionadas con el infanticidio).
Posiblemente, ambas visiones son complementarias: la conducta de competición y de agresión, compleja en si misma, varía tanto por el estímulo como por lo que se intenta conseguir con ella. En cualquier caso, esta visión, apoyada a veces en la evolución, como comentábamos, ha sido usada para apoyar, en cierto modo, la existencia de la violencia entre humanos.
En 1986, un importante grupo de psicólogos y neurólogos que forman la “Sociedad Internacional de Investigación sobre Agresiones” firmó el llamado Manifiesto de Sevilla sobre la violencia. En él se alertaba del mal uso que las teorías científicas sobre la conducta pueden tener para justificar ideologías racistas, xenófobas o colonialistas. Las conductas violentas tienen una base genética, pero ello no significa en ningún caso que estemos preprogramados para ser agresivos. “Salvo en algunas raras patologías”, afirmaban, “los genes no producen individuos necesariamente predispuestos a la violencia. Ni tampoco determinan lo contrario”. Concluían diciendo: “la biología no condena a la humanidad a la guerra”. Recientes estudios parecen confirmar esta visión menos negativa de los humanos (y de otros animales). Se ha presentado recientemente un amplio estudio dirigido por el antropólogo Robert W. Sussman, de la Universidad Washington en San Luis (Missouri, EEUU) en el que por un lado se ha analizado la bibliografía sobre la conducta agresiva de los primates, y además se han llevado a cabo amplios programa de observación conductual de diferentes especies. Su conclusión es clara: la conducta agresiva es cerca de cien veces menos frecuente que las conductas sociales cooperativas. Ponen de manifiesto que en todas las especies, desde los lémures (los primates más primitivos) a los chimpancés, “menos del 10% de su tiempo y normalmente incluso menos del 5% se emplea en conductas que podríamos llamar sociales”, afirma Sussman. Estas conductas incluyen tocarse, luchar, acariciarse... Gran parte del tiempo se emplea realmente en conductas de mantenimiento, como alimentarse o viajar en busca de comida. Sólo una pequeña parte de esas conductas sociales incluyen comportamientos que podríamos clasificar como agresivos. Los investigadores hacen notar que, incluso en el caso de los babuinos, considerados generalmente los primates más agresivos, gran parte de las conductas sociales tienden a la cooperación y al mantenimiento de los lazos familiares y sociales. Además, estos autores hacen notar que a menudo se han calificado de conductas agresivas algunas que realmente no lo eran: el contacto físico resulta fundamental entre los primates para mantener los vínculos sociales. Ese contacto puede ser una palmada o un empujón, pero estudiando el contexto de cada conducta se puede concluir que no suponen agresiones. Dice Sussman: “la agresión puede ser sencillamente un subproducto de ser social, no el motor que nos permite organizar nuestra vida social”.( a Dios gracias!!!) De esta manera, la supervivencia de la especie, más que invocar a la lucha entre iguales, en los primates (y dentro de ellos nosotros los Homo sapiens), proporciona mecanismos de cemento social en los que la violencia no es en absoluto una necesidad. Al menos, no siempre. ¿Cuestión De Sexo? Si popularmente nos consideramos una especie violenta, no menos popular es la creencia de que el hombre es más violento que la mujer. David Adams, en su libro “Sobre ratones y mujeres: aspectos de la agresión a las mujeres” (1991, Academic Press) refuta esta visión: por un lado hay que separar violencia individual de institucional. En el caso del individuo realmente no hay diferencia en agresividad, como tampoco existe en otras especies animales esa pretendida mayor agresividad del macho frente a la hembra. En numerosos estudios se ha comprobado que ambos géneros son igualmente violentos, aunque la demostración de la agresividad varía, por características físicas tanto como por los papeles culturalmente asumidos. Achacar, por lo tanto, a la testosterona de los machos la violencia de las guerras es injusto, pero además oculta el factor de fondo: la jerarquización de la sociedad y las diferencias de género que han ido derivando en la historia humana. Una vez más, achacar a la biología estas cuestiones de derechos humanos resulta doblemente injusto, al permitir justificar estas agresiones y al impedir políticas que las impidan.
El editor